sábado, 6 de julio de 2013

ENEMIGO

Torso al aire. Posición defensiva. No hay titubeos. Ambos púgiles se miran con desprecio. Empieza el combate.
A los pocos segundos, un gancho no consigue alcanzar el mentón del rival, pero el siguiente golpe, tirado con rabia, alcanza la zona renal. La realidad se tambalea. Retrocede y se frota la mano. Sacude la cabeza y frota sus ojos. El impacto ha sido duro, pero se recompone rápido. Debe afinar los golpes. Hace una finta pero no contraataca. El rival es más ágil de lo que suponía.
Siempre mirando los puños del adversario, siempre pensando rápido, ignora la mejor forma de lanzar un ataque certero. Había infravalorado a su contrincante, que parecía esperar el momento exacto para dejarlo KO.
Entonces observa una zona desprotegida. El rival no defiende sus pómulos y, al compartir altura, decide lanzar un directo. Si ataca rápido y esconde sus intenciones, lograría vencer. Debía ser efectivo como un cirujano. En caso de alargarse el combate, perdería: el púgil que tenía enfrente no era, como supuso, tan vulnerable.

Saturado de odio, ataca. El golpe alcanza el objetivo y su mano comienza a sangrar. Cansado, sonríe. Cree haberlo machacado. Trozos de espejo se amontonan por el suelo.

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