domingo, 8 de febrero de 2015

MOVIMIENTO ESTÁTICO

Deambulan por el barrio. Es una hora situada entre las diez treinta  y las doce de la mañana. Es un martes de octubre. Un martes, normal, de niños al colegio, padres y madres al trabajo, anciano sentado en el banco del parque meditando el porqué de algo que se considera trasnochado. Ejecutan el vagabundeo de modo preciso: van del mercado municipal a las pistas deportivas, situadas en la zona norte del barrio, sin fijar una ruta.
— ¿Pasa algo?
—Mi padre, otra vez con lo mismo. Estoy harto.
—Ya… Supongo. Yo estoy igual.
Hablar de lo mismo es hablar de trabajo, estudios, utilidad, normalidad, esfuerzo, novia, superación, esperanza, futuro. Todo acompañado de una sombra biológica fijada en el DNI: veintitrés años. Lo “mismo” se remata con la vergüenza que deberían experimentar al saber que sus madres limpian casas por diez euros la hora.
Pasan ante un bajo en obras. Un andamio montado en la fachada, dos instaladores peleando con la climatización. Un cartel anuncia: “Próxima apertura de supermercado”. Otro avisa: “Se necesitan reponedores y cajeros”.
—Quizá deberíamos… no sé…
—Sí, quizá, pero es que… no sé, la verdad.
—Sí, yo tampoco sé… es complicado, la verdad.
Se adentran en un parque. Varios jubilados los observan con desconfianza, de arriba abajo. Quizá temen que intenten robarles o  pedirles dinero. Están sentados con las rodillas elevadas y las manos apoyadas en un bastón situado entre ambas extremidades. Hablan entre ellos sin apenas mover la boca, carraspean.
— ¿Imaginas cómo sería estar ya jubilado?
—No creo que lleguemos a eso.
—Puede.
Abandonan el parque. Dejan atrás los columpios de pintura desconchada, los árboles sin cuidar, las papeleras sin bolsas de basura.
Cruzan un paso a nivel. Ven un contenedor del que asoman dos piernas. Alguien ha puesto un palo atravesado para hacer tope y que no se cierre. Las piernas se agitan en círculos y consiguen retroceder. Tras ellas, aparece un cuerpo estándar de mediana edad, ropa mugrienta y barba que roza el mentón. El pelo, grasoso y enmarañado, fusionado en una asquerosa masa marrón, se le ha enganchado un pegote de inmundicia.
—Oye, ¿te has enterado?
—Sí, algo leí en Facebook. El día menos pensado, verás…
—El día que pase algo, nadie querrá saber nada.
—Igual ni pasa.
—Pero si pasa, a ver quién lo reconoce.
—Es cierto. Quién sabe, igual sí, pero como pase, verás.
Avanzan dirección norte. Acceden a una calle secundaria del barrio, una calle corta y estrecha. Varias personas están de pie alrededor de la academia, fumando, mirando los teléfonos. En ese negocio preparan a los alumnos para el acceso a formaciones muy diferentes.
—Podríamos informarnos sobre el curso de electricista, igual está bien.
—Puede ser, sí.
—Además es gratuito.
— ¿Sí? Entonces genial.
—Claro, por eso te decía.
Pasan de largo. Su caminar errático les lleva a la principal calle del barrio. Barrenderos, repartidores, mujeres que pasean a sus mascotas o estudiantes que corren para no perder el metro, son, a estas horas,  los principales transeúntes.
— ¿Tienes un cigarro?
La pregunta se pierde envuelta en la estridencia metálica de un autobús de línea. Luego, varios conductores tocan el claxon de sus coches y levantan el puño contra un vehículo parado en doble fila. Se detienen frente a un semáforo en rojo.
—No he podido cogerle a mi padre.
—Ya, no pasa nada. Yo tampoco.
Cruzan al otro lado de la calle. En el chaflán de una finca hay un bar de toda la vida. Utilizar ése eufemismo es equivalente a decir, al menos en el barrio, que es un bar de borrachos. No se pretende otorgar a la descripción un matiz peyorativo, sino informativo. El bar tiene una ventana que da a la calle. Posee una repisa que hace las veces de barra. Tienen que esquivar a dos o tres tipos que han sacado taburetes a la acera. Sus copas, en vaso pequeño y con un hielo, reposan en el saliente de mármol. Los tipos fuman y hablan a gritos, quizá afectados por el alcohol. Puede que discutan del partido de fútbol de anoche, de si tal o cual cambio. Si todo ha seguido la normalidad, a esa hora deben llevar unas tres copas. Los miran con apatía cuando tratan de esquivarlos. Si fuesen las chicas del instituto les regalarían un comentario sexual. Se alejan del local y optan por encaminarse a la cuesta que tienen a su derecha.
—El del pelo largo…
— ¿Con coleta? ¿Que tenía voz de carajillero?
— Exacto. Ése está con la madre de Juanín.
— ¿Ése cabrón le pone así la cara al chaval?
—Sí.
—Pues vaya. Espero que se vaya con su padre, al menos no le pega.
Cuando terminan de subir la cuesta, se detienen un par de minutos. Están fatigados por el esfuerzo. Se llevan las manos a las caderas y se inclinan hacia delante. Desde allí ven otra zona de recreo. En su interior, hileras de palmeras amarillentas, bancos de madera decorados con frases profundas (Tqiero gordo!!! o T echo d mens  pitufaL). También está la biblioteca municipal, el lugar menos transitado de la zona.
—Me estoy meando. Podríamos haber entrado a la biblioteca.
—Ya, te lo iba a decir, pero el tipo de recepción tiene muy mala hostia.
—Eso es verdad.
— ¿Vamos a las canchas de baloncesto?
No lo pactan. Se limitan a dirigirse allí. Por el camino golpean con el pie latas o botellas de plástico. Se las pasan entre ellos, sin mirarse. Cuando uno de los dos se cansa, le pega un puntapié y la expulsa fuera de la acera. Un gato cruza la carretera. Se detiene en mitad de ésta y comienza a lamerse los testículos.
— ¿Imaginas ser un gato?
—Oye, pues debe ser divertido.
—Sí, seguro que te pasarías el día chupándote las pelotas.
La carcajada retumba en la calle. El eco se acumula en una vivienda abandonada, con el techo vencido y la puerta a medio tapiar. Un aviso policial anuncia que existe peligro de derrumbe y prohíbe la entrada.
—El día que pase algo, verás…
—Dudo que pase, la verdad.
Un vendedor ambulante circula muy despacio. Lleva megafonía instalada en la parte superior de la furgoneta con precinto y bridas. El vehículo parece rescatado de un barranco, con los faros rotos, un retrovisor descolgado que se balancea, la chapa abollada y oxidada. El gato se levanta y huye en dirección a la ruinosa planta baja. Se cuela en su interior por una de las ventanas sin cristales.
—Oye, ¿y tu abuelo al final qué?
—Ahí va.
—Bueno, es que esa enfermedad es larga, ¿no?
—Sí, eso dicen los médicos
—Y encima no existe medicación, ¿no?
—Nada.
—A esperar que se muera y no sufra demasiado.
—Supongo, sí.
Las pistas deportivas asoman al final de la calle. Lo primero que se vislumbra son dos canastas recién instaladas. Puede que sean el objeto más nuevo del barrio, puestas cuando faltan pocos meses para las elecciones municipales
Llegan y buscan una zona con sombra. Se sientan en un banco de piedra, cerca de un árbol difícil de catalogar. Un abuelito juega con su nieto. Le tira una pelota de plástico, le ayuda a mantener el equilibrio en su correpasillos. El sol avanza y ya se posa en sus pies. Se suben al respaldo del banco y descansan los pies en el asiento. Un rato después, el sol les alcanza por completo. Resisten unos minutos, cubriendo sus ojos con las manos.
—Creo que nos deberíamos mover.
— Sí, estoy agobiado. Es sol de tormenta. Quema.
— ¿Vamos al mercado y nos paseamos?
—Sí, mejor.
Ambos suspiran. Ninguno se levanta.

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Este viernes 6 de febrero, sorteando un gran temporal de nieve y frío, junto con la mejor compañía imaginable, he recogido el segundo premio de relato joven que el Ayuntamiento de Salamanca ha organizado en su 15 edición. Desde aquí, mil gracias por la organización y el premio.
¡Ah! El relato es el de esta entrada, por supuesto.

miércoles, 21 de enero de 2015

PUBLICACIÓN

La editorial La Pulga editorial, de reciente creación, me ha incluido entre los 99 publicados de la antología que preparan. La antología versará sobre crímenes cotidianos (suena peligrosamente sugerente). Ya os informaré cuando salga el libro por si queréis haceros con un ejemplar y echarles un brinco de pulga a estos emprendedores.
Podéis seguirlos en Facebook.
De regalo, aprovecho y pego un texto que no tuvo tanto éxito pero que me gusta.

DIRECTRICES PARA SER FELIZ EN EL SIGLO XXI
ü  No leas. Prohibido. Esto equivale a comer chocolate para un diabético.
ü  Si ardes en deseos de leer, haz lo siguiente: compra una vomitiva revista del corazón y léela de un tirón. Debería bastar para evitar nuevas ideas delirantes. 
ü  Huye de cualquier actividad que te obligue a pensar, analizar o utilizar el cerebro de manera autónoma; dicho de otra forma: lo que te haga actuar de modo automático, contribuirá a tu felicidad: comer, dormir, merar, reproducirse, la comida familiar del domingo, etc.
ü  La televisión es la mejor distracción. Siéntate en el sofá y come algo mientras zapeas por los canales de mayor audiencia. No pierdas el tiempo en documentales o chorradas del estilo.
ü   Céntrate en ganar dinero y tener más que nadie. Es IMPOSIBLE ser feliz si el vecino tiene más.
ü  Por si no ha quedado claro: TÚ, MÁS. TÚ, SIEMPRE, MÁS, con independencia de si son coches, gallinas, multas o enfermedades tropicales.
ü  No rehúyas del punto anterior. Si tienes que pisar, pisa; si tienes que mentir, miente; hablamos de tu felicidad, tu vecino no importa.
ü  Llora y maldice en público cuando muera o pida limosna ése al que has pisado. Sobra decir que TÚ, LLOARÁS MÁS que nadie.
ü  Tus hijos van a crecer sí o sí. Tus padres van a morir de manera irremediable. Tu matrimonio es una convención social. Almacena riqueza y luego compra tiempo en forma de regalo: el MEJOR ordenador, el MEJOR viaje, la MEJOR residencia de ancianos, etc.
ü  Desoye a los que desean discutir. Ves a favor del que ostente el Poder. Recuerda aquello de tener principios pero con opción a cambiarlos.

PD: Evita que otros lean estas directrices. No está demostrado que la sociedad funcione si se aplican de forma mayoritaria.


martes, 16 de diciembre de 2014

SEGUNDO CLASIFICADO

El Ayuntamiento de Salamanca, en concreto la  Concelajalía de Juventud, ha resuelto declararme segundo clasificado en su XV Certamen de Jóvenes Creadores 2014. La modalidad es la de relato corto.
Ni qué decir tiene el inmenso subidón, alegría, agradecimiento y miles y miles de adjetivos positivos que les dedico.
Ignoro si puedo publicarlo; en cuanto lo sepa, os informo.
De nuevo, agradecer al Ayuntamiento estas imprescindibles iniciativas.
http://juventud.aytosalamanca.es/es/noticias/noticia_0037


sábado, 13 de diciembre de 2014

TEORÍA DEL ICEBERG

En el camarote 115 del Titanic se alojaba Hemingway. La tripulación fue informada de lo peculiar del tipo que ocupaba aquel compartimento. No es extraño que desde la cúpula directiva de la corporación se fijara, como prioridad máxima, complacerlo en cualquier demanda a fin de orientar una más que previsible reseña de su experiencia. Por ello, nadie cuestionó al Capitán cuando ordenó variar la ruta y dirigir el transatlántico a una zona conocida por la cantidad de icebergs que albergaba. El tipo de la 115 demandaba hielo en cantidades generosas y, desde la noche anterior, los congeladores estaban averiados.

ETOBER LAROPMET

Tras las campanadas, todos comenzamos a marchar hacia atrás. Lo hacíamos muy rápido, como en esas películas VHS que uno rebobina a su antojo. Al instante me vi recorriendo diciembre, noviembre, octubre... En todo momento era consciente de lo que sucedía, pero no podía hacer nada para detenerlo. En esa especie de “yo” sin “mí”, pude analizar el año vivido: la paliza a mi hijo adolescente por fumar en el baño, el revolcón con mi compañera de inglés, la mirada de superioridad al vagabundo, el gimoteo de mi mujer por menospreciarla, las excusas para no visitar a mi suplicantes padres… Hasta que todo se detuvo, de golpe, como había empezado y me descubrí masticando uvas, rodeado de mi familia y amigos, que me deseaban un feliz año 2014.

viernes, 5 de septiembre de 2014

EL DESTINO VA POR LIBRE

Se coloca sobre la barandilla del balcón. Noche cerrada. La calle está desierta. Sus pies descalzos le transmiten el frío de la barandilla. Una buena dosis de realidad, se dice mientras registra su bolsillo para comprobar que la nota sigue allí. Se coloca en el centro de la barandilla, un par de pasitos a la izquierda es suficiente. Perfecto. Una mujer se deja ver paseando al perro. Espera a que se marche para arrojarse al vacío. No quiere yo lo vi lanzarse, fue así o asá, pobrecito, pobrecito. No lo desea, no, definitivamente: no. La mujer se aleja. Una ráfaga de viento lo desestabiliza. De nuevo, comprueba que la nota esté en su sitio. Murmulla que eso le faltaba, que una vez fiambre creyeran que su acto se debía a motivos banales, “poco nobles” como le gustaba decirse. En fin, suspira, en fin, y salta. El golpe contra el suelo parte el silencio de la noche. Un golpe seco, como un recibo inesperado a final de mes. Un vecino se asoma a la ventana. Cree que alguien trata de robarle el coche. Ve al tipo en el suelo, retorcido, un borracho, vaya juventud, sentencia, y regresa a la cama.
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Un destello azulón ilumina los edificios. La patrulla se detiene y se acerca al individuo. Le preguntan el nombre, no responde; buscan pulso carótido, pero nada. Uno de los agentes se dirige al vehículo y solicita una ambulancia. El compañero registra al tipo. De valor tiene cero, se percata, sólo lleva una desgastada pulsera de plata y un reloj con el cristal machacado, por qué no se mata un rico con los bolsillos llenos de dinero, se pregunta con desgana. Halla una nota, una puta nota de despedida, intuye, con el adiós muy buenas, sois lo que me ha llevado a esta situación, etc. etc. La coge. La lee. Se la guarda. El compañero regresa. Está tieso, informa poniéndose en pie. A ver si localizamos a algún familiar, dice mirando hastiado su móvil, siempre nos toca tragarnos los marrones que nadie quiere, añade como si todo fuera un plan premeditado.
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El DNI revela que vive –vivía– a los pies de la finca donde yace reventado. Llaman a la puerta. Responde una mujer. Suben. Los recibe en bata, su pelo revuelto de dormir, como asegura que hacía. No, de nada, qué sucede, agente, mi marido tiene insomnio, es común que se levante y haga cosas. A veces cuando regreso de la facultad ya no está en casa, se desespera rápido y sale a pasear, ya le digo. Se echa a llorar, sorbe los mocos, no puede ser, no puede ser. Un agente la acompaña a sentarse y el otro se encamina a la cocina en busca de un vaso de agua. Allí registra los cajones y encuentra los manuscritos. Pues era cierto. Llena el vaso y regresa. Tranquila, le ruega. Pregunta si era la primera vez que intentaba algo así, si conoce el motivo. Qué va, responde reajustando su bata que ha dejado un hombro descubierto. Éramos felices… trabajo… casa… escapadas…teníamos amigos y familia…hasta que la muerte nos separe, me prometió. Lo lamento, dice el agente, ocultando bajo su chaqueta la falsa pena y el puñado de folios.
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En su casa ojea los manuscritos. No entiendo nada. ¿Esto iba a revolucionar la literatura? Vaya payaso, hostia, vaya engañado. El policía acerca un mechero al papel pero algo invade su mente. Recuerda al editor que le debe el favorcillo. El atestado era claro: ha sido un cortocircuito, que pague el seguro, adiós deuda, adiós problemas, puedes empezar de cero, me debes una, eso está hecho, qué madero tan liante. El editor afirma: con esto saldo la deuda, ¿de acuerdo? Vale. Le manda los manuscritos al editor, pero antes cambia cualquier referencia que pudiera indicar que no es el autor de los documentos. Se sienta y enchufa la televisión. Un hombre salta por el balcón de su casa y etc. etc. La crisis económica, su mujer, etc. etc. Ninguna referencia a que fuera un tipo conocido, un famoso escritor, un tal señor X o H que estaba nominado para el Nobel o el Planeta. Todo va bien, murmulla, sí, sí, pero puede mejorar, sin duda. El sueño le vence.
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Dos semanas después recibe una llamada del editor. ¿Desde cuándo te ha dado por la escritura? Qué más da, responde el policía, pues sí, es irrelevante, mera curiosidad, la verdad, jeje. Desde lo del incendio han hablado alguna vez. Bueno, y qué, cómo lo ves, se puede vender. Hombre, todo es vendible, cualquier cosa se puede comercializar con una buena estrategia. Nos venden la Policía como algo necesario, así que imagina, jeje… Bueno, déjate de rollos, sabes muy bien que me refiero a si es posible ganarse un extra. Ya, trataba de quitarle importancia al asunto porque la verdad es que… es, bueno, no me detengas, jeje, pero, vamos, que no, que no aporta nada nuevo, ni es comercial, ni es nada, jeje. No sé. El policía suspira. No te enfades, hombre, todo es práctica. Seguro que te pones y… No me enfado, sólo estoy agobiado por el trabajo. Bueno, te dejo, otra vez hay bronca con la Marea Verde. Putos vagos. Enciende las sirenas y se dirigen al objetivo.
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El editor está en su casa. El editor está sentado frente a su escritorio. El editor enciende el flexo y somete el manuscrito a su crítica luz. No son muchas hojas, quince o veinte, la tarea no parece complicada. Enciende un cigarro y revisa, de nuevo, los documentos que le ha pasado el policía. ¿Son realmente tan malos? Algo de ellos todavía pululaba por su mente, días después de recibirlos. ¿No puede rescatarse nada de ellos, ni la mejor de las escenas? Escribe en una libretita. Quizá fui demasiado impulsivo, quizá quería zanjar el asunto con el madero cuanto antes, anota. Recorre las frases, las palabras. ¿Estoy siendo objetivo? Registra en la libreta. Luego escribe: ¿Me he precipitado? La verdad es que estaba jodido con el asunto del favorcillo e igual sólo he pensado en quitarme el marrón de encima… ¿Lo llamo? ¿Le digo que estoy releyéndolo y que se pueden salvar algunas cosas, tal vez la escena del tipo que salta por la ventana convencido de que esa es la única forma de que su obra sea tomada en serio, de que su breve escrito marque un cisma literario? Deja el bolígrafo y se acerca a la ventana. Echa vaho sobre el cristal y enguarra el vidrio. Una idea lo distrae: ¿y si lo publico con pseudónimo y que le den al madero?
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El ladrón ojea la calle. Mira a izquierda, mira a derecha. Todo normal. Nadie parece sospechar de un tipo normal con mono azul y herramientas colgando de un cinturón. Pasa un coche patrulla que ni lo mira. Definitivamente: robar de día es más sencillo que hacerlo de noche, como hacerlo de manera pública es más fácil que de modo privado (lo más evidente es a menudo lo más oculto, remarca para sí mientras cruza la calle, intentando recordar de dónde ha extraído esa evidente reflexión). Se acerca a la puerta del adosado y llama al timbre. Otra vez. Otra vez. Nadie contesta. Otra vez, por si acaso. Nada. Busca la manera de colarse. La encuentra a los pocos segundos: típico error de casa donde vive gente acomodada. Busca en el comedor. Saca los cajones de la habitación, mira dentro de los calcetines, de las medias. Registra los armarios de la despensa. No encuentra nada que tenga fácil salida en el mercado negro. De momento sólo lleva un par de collares y una cámara de fotos. El riesgo asumido no compensa lo que, parece, puede obtener de beneficio. Riesgo/Beneficio-Beneficio/Riesgos, no hay más normas. Decide marcharse y saquear otras casas. En su camino hacia la puerta descubre un maletín de cuero negro que está en el recibidor. ¿Cómo no se había percatado al entrar? Quizá pueda sacarle veinte o veinticinco pavos, tampoco mucho más, está el asunto complicado. Luego se va silbando, como si tal cosa.
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Se dirige a un parque. Se sienta en un banco situado en la zona más discreta que encuentra. No es un parque de familias y niños felices, sino más bien de menudeo y compra/venta de objetos sustraídos. Allí duermen por la noche duermen algunos cuerpos sin rostro. Revisa el maletín de cuero negro. Se da cuenta de que no es de cuero. Casi ni es negro, de tan desgastado que está. Vaya día, le dice a un vagabundo que se ha sentado a su lado. Le cuenta lo sucedido. El vagabundo le pide un cigarro. Se lo da. Es una especie de pago por aguantar la charla. Le pregunta qué piensa hacer con el maletín. Le dice que tirarlo al primer contenedor que encuentre. El vagabundo le pide otro cigarro y le pregunta si le regala la maletita, que la recortará y podrá hacer unas pulserillas para sacarse unos euros. El ladrón acepta, un problema menos, le dice, sólo me queda darle salida a la cámara que, por cierto, menudas fotos calentorras tiene en la memoria… La gente es muy viciosa. Claro que sí, responde el mendigo agarrando el maletín. Bueno, adiós, voy a la puerta de la Iglesia que la misa termina en diez minutos. A ver si me saco para un bocadillo. Adiós, adiós.
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El vagabundo se sienta en la puerta del templo. Deja el maletín a un lado y saca una bandeja de plástico. La coloca a sus pies junto con el cartón donde ha escrito “Una alludita por dios por Gesús y por la Birgen”. Faltan cinco minutos para que termine la misa, como anuncia el reloj del campanario. Bong, bong. Decide hacer tiempo revisando el maletín. Quizá en algún bolsillo interno se ha quedado una moneda. Igual no ha buscado bien y se topa con unas monedas y medio paquete de cigarros. Pero no, no hay nada de eso. Lo que encuentra le deja indiferente. Más bien le jode. Unos folios, un puñado de hojas escritas a boli. Vaya mierda, comenta. Si estuvieran en blanco podría rehacer el cartelito, pero así es imposible. Hasta los márgenes están llenos de anotaciones y tachones. Mecagüen, se maldice. Empiezan a salir los feligreses. Desparrama en la puerta de la Iglesia aquel montón de hojas, esconde el maletín bajo unos cartones y comienza a pedir clemencia por el amor de Dios de todos los Santos.
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Uno de los feligreses le pregunta si las hojas son suyas. Le dice que no, que qué va, que él es un buen hombre, fiel a Dios y al Señor, que no ensucia ni peca. El feligrés no comprende muy bien la relación entre ser creyente y no ensuciar, pero le da un euro y coge los papeles. Se dirige al contenedor más cercano mientras los ojea. Decide no arrojarlos. Algo llama su atención en aquel puñado de frases. Satanás-Amor/Dios-Condena. Recuerda la última vez que leyó algo que captó su atención de forma tan rápida. Eran unos folletos de Testigos de Jehová donde se vertía una información sobre el cristianismo que lo escandalizó de tal manera que tuvo que guardarlos para poder releerlos cada vez que sentía menguar su fe. Quizá, se dice, aquellas hojas podrían resultar igual de útiles. Incluso, tantea mientras se dirige al coche, podría utilizarlas en sus clases de catecismo, fingir que son suyas y así ganar puntos frente a la madre del niño con pecas que hace nada se ha quedado sin padre. Arranca el coche e inicia la marcha mientras tararea una canción.
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En una rotonda se observa una señal de advertencia: ALTO, CONTROL POLICIAL. A él nunca lo han cacheado ni detenido ni ha tenido problemas con la policía, pero no puede evitar tensarse. Es su turno. Un agente le pregunta que adónde va. A casa, dice, salgo de misa y tal, ya sabe. El dato de la misa es importante para él, pues lo hace sentirse buena persona, inmune al pecado tras el cual van los agentes. El policía se aleja y mira la matrícula. Se la dicta a una compañera. La compañera hace una señal extraña y el policía le pide al parroquiano que se aparte a un lado. Le cuesta creerlo, pero obedece, qué remedio. El agente asoma la cabeza por la ventanilla y solicita la documentación. Observa el interior del vehículo. Se fija en los folios manuscritos que descansan en el asiento del copiloto. ¿Quién se dedica a escribir a mano? Se pregunta mientras comprueba los documentos personales. En ese instante sólo se le ocurren dos perfiles de personas: los abuelos, incultos tecnológicamente y los terroristas, empeñados en no dejar rastro en los ordenadores. Un viejo no es, parece evidente (el policía descarta que vaya disfrazado). ¿Y un terrorista? Caballero, ¿me deja ver esos papeles? Ordena, señalando el pequeño montón. Claro, tenga, ¿algún problema? El policía los mira y tarda poco en reconocerlos. Caballero, le requiso esto, no sabe los problemas que puede traerle, puede irse, caballero, que esto quede entre nosotros, ¿me ha comprendido? Créame si le digo que le hago un favor, caballero. Sin entender nada, se aleja de allí.
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La compañera le pregunta por el motivo de requisar aquel puñado de papel. Añade qué menudas ganas de meterse en problemas por un montón de mierda. El policía justifica aquel hurto por la tremenda casualidad que supone volver a toparse con los manuscritos. Le cuenta la secuencia: el tipo reventado, la nota y los manuscritos, el envío al editor… Le invade una duda: cómo ha sido posible que hayan llegado sus papeles (de manera premeditada, hace un uso equivocado del pronombre) a ese hombre que no conoce de nada. Realiza un repaso mental de la gente que le debe favores y a la que le debe alguna cosa, pero no se le ocurre ninguna relación factible. Del editor, le dice a su compañera, aquellos manuscritos fueron a... joder, si me dijo que no valían una mierda, no entiendo, la verdad. ¿Alguna idea? Qué va, sentencia su compañera mientras se recoloca las lentillas observándose en el espejo.
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El policía llama al editor. Le exige una explicación sino quiere tener problemas. El editor es rápido: me los robaron. Claro, dice el policía, un ladrón que se dedica a robar folios en vez de joyas, claro, todo muy lógico en el Mundo Piruleta. No, joder, que me robó el maletín donde los guardaba. ¿Y por qué los guardabas allí? ¿No eran tan malos? ¿Por qué no los tiraste? Sí, tío —no me llames tío— perdón, era mi intención tirarlos, iba a deshacerme de ellos junto con el maletín mugriento, ya sabes. No te creo, no sé por qué, pero no te creo. En realidad sé por qué no te creo, pero suena muy de película decir eso de: no sé por qué, pero no te creo. El editor capta el tono chulesco; lo ha descubierto y está aprovechando la ventaja. No le ha preguntado cómo los ha conseguido, pero intuye que no es el momento adecuado. Ahora le urge buscar cómo hacer suya la disputa. Bueno, no puedo decirte otra cosa, sino me crees, tú mismo. Por cierto, dice el editor alzando la voz, yo también estoy jodido, ¿a qué os dedicáis en el cuerpo? ¿A tocaros la polla? ¿Qué dices? Responde incrédulo el policía. Que digo, no. Si hicieras tu trabajo no me habrían robado. Creo que ya vale de hacer el perro, ¿no crees? El policía guarda silencio. Ha perdido el control de la conversación en un montón que no logra averiguar. Trata de defenderse pero está descolocado. Lo dicho, prosigue el editor, da gracias que no ponga una queja contra ti, sentencia instantes antes de colgar. El editor suspira, ha podido salvar la situación. Su capacidad de improvisación le ha sacado del embrollo. Ignora si de forma definitiva, pero al menos sí temporal. Se prepara un café tratando de ponerle cordura a  semejante embrollo.
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¿De verdad? Su amigo de la infancia le cuenta descolocado qué le ha pasado. ¿Y te ha dicho que no digas nada? Cómo está el  patio, tío. ¿Se la ha jugado por un puñado de folios? El editor, sin dejar de escuchar a su amigo, trata de asimilar la situación. Se dice a sí mismo que es mera casualidad, que no hay nada de magia ni destino, que estas cosas pasan, que la vida a veces nos sorprende a través de un cúmulo de coincidencias que parece insultante. Al menos, esta vez el rebote le favorece. Bueno, relájate y descansa un rato. Por cierto, ¿ha caído ya esa mami?
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El policía llega al ladrón a través del vagabundo, un tipo que les resulta útil como soplón. A cambio, le dejan merodear por el barrio y pedir limosna sin detenerlo. El editor le comenta la tremenda casualidad: que había detenido a un amigo suyo y tal y que se lo dio un vagabundo no sé dónde y tal y tal... El agente no termina de creer su mala racha, pero es evidente que lo han cazado. El editor le exige con gran insistencia que recupere la cámara de fotos que el caco sustrajo de su casa. El policía le ofrece una suya, asqueado como está de realizar trabajos “de principiantes”, pero el editor se niega. Esa, mi cámara es la que quiero, no puede ser otra, es imposible, ¿comprendes? Al policía le repatea que le ordene un tío sin galones ni cargo, pero comprende lo imprescindible que resulta terminar con el asunto a la mayor brevedad. Es estúpido tener problemas por un tema que es capaz de finiquitar en un par de horas. Omite hablarle de la usurpación de identidad que pretendía el editor, y guarda esta baza para otro momento. Piensa en la posibilidad de cambiar de ciudad cuando acabe el mes.
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 Lo localiza al anochecer, en una calle poco transitada del barrio. Presta atención porque no tengo paciencia. El ladrón duda si defenderse o no; algo instintivo le indica la conveniencia de mantener la calma. Mejor dejar la navaja en el bolsillo, piensa convencido. Sé que has robado la cámara de fotos de una casa. El tema es el siguiente: me la das y te dejo ir, así de sencillo. O… dice el policía mostrando la pistola reglamentaria, sabiendo que la utilizaría, como había hecho otras veces frente a la “chusma”, como él los llamaba. No añade nada más. El ladrón mantiene la calma, con la experiencia que le otorga el haber vivido situaciones similares. La tengo en la mochila, dice. La voy a sacar, ¿vale? De acuerdo, pero no hagas el gilipollas que conozco a la gente como tú. “Chusma, piojo, parásito” piensa. Deja la mochila en el suelo e introduce el brazo. El policía lo mira fijamente, con los brazos cruzados, atento a cualquier movimiento extraño. Su pistola siempre visible, su mano sobre la empuñadura, lanza el mensaje apropiado si uno está atento. La gente pasea por el barrio, pero no le prestan mayor atención a la escena. Es habitual ver disputas por droga y otros entuertos. A nadie le sorprende ver a un tipo con pinta de matón discutir con el hijo del Chulo. Es casi una costumbre que esto suceda de forma periódica. Todavía más desde que se ha endurecido la crisis. El policía coge la cámara y aprieta la barbilla del ladrón, como haría una abuela con su nieto. Muy bien, le dice. Y se va.
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El policía queda con el editor. Aquí tienes la cámara, le dice, puedes comértela si quieres, añade. No tengo hambre, jeje. El policía no sonríe. ¿Por qué tenía que ser esta cámara? No te importa, la verdad. El policía mira al suelo; luego observa sus pies que traquetean nerviosos. El editor se levanta, dispuesto a marcharse. Espera, le dice el representante de la Ley, y saca el montón de folios. El editor lo observa. Estira la mano para cogerlo y dice gracias, ahora ya puedo tirarlos, jeje, pero el agente no suelta los papeles. No vuelvas a intentar engañarme. El editor asiente, sin mirarlo a los ojos. El policía le informa que le debe una. Bueno, no te denunciaré por chapucero y todo solucionado. No, no vayas tan rápido. ¿Qué más puedo hacer? Pregunta el editor, temiendo alguna proposición extraña. Ganar dinero con esto, así de fácil, responde agitando los folios como si fueran un abanico. No tienen ningún valor, ya te lo dije. Claro, y por eso cambiaste el nombre… El editor carraspea. Ya, bueno, eso, es un montón de mierda, ya lo sabes… Déjate de tonterías y escucha. Mi hijo está en la universidad y han convocado un concurso de cuentos o de no sé qué chorrada. No quiero que mi ex lo sepa, siempre inventa problemas cuando intento hacer algo por el chaval, así que seamos discretos y haz que el montón de mierda, dice el policía con retintín, imitando la voz del editor, sea un montón de rosas, añade mientras sonríe, orgulloso de su humor. Creo que mil euros para el mejor relato, con eso mi hijo paga la matrícula del curso y yo tengo para unas cosas que… da igual, no te importa. A mi hijo le hará ilusión saber que este año gana el estúpido concurso sin necesidad de presentarse, puntualiza como si el editor fuese un salvoconducto entre su hijo y él. Supongo que me explico, ¿no? Concluye con su anterior postura de tipo rancio. Sí, dice el editor recogiendo, al fin, los manuscritos, todo claro.
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La profesora, jurado del concurso literario de la universidad, no puede reprimir el llanto al leer una historia con la que se siente identificada. Por momentos experimenta que la ha escrito su difunto marido. Su hijo, pecoso como un muñeco, le pregunta por qué llora. Nada, mi amor, responde secándose una lágrima, ven y dame un abrazo.


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Este relato ha sido seleccionado como finalista del XI concurso literario que convoca de forma anual la Universidad de Valencia. 

martes, 2 de septiembre de 2014

CAZA DEL BECARIO

El reclamo para atraer al becario era jugoso: “Trabajo fijo con cuatro pagas extras”. En el coto, los becarios se cegaban ante la propuesta y batallaban por ser los primeros en alcanzar la inmejorable oferta.
Al otro lado de la zanja se guardaba un silencio expectante. Varios fusiles mantenían impoluto su cañón, pacientes, serviciales hasta llegado el momento. La mínima risa, el mínimo comentario sobre la juerga de la noche anterior, pondría sobre aviso a las presas, que desconfiarían y buscarían el refugio de un  árbol o un barrizal.
Especuladores, hijos de grandes fortunas, hacían piña con el objetivo de reducir la sobrepoblación de titulados (“parásitos sin empleo que optan por llorarle a Papá Estado y, ¿adivinad de dónde saca el dinero Papá Estado?”) y, dada la coyuntura, abrir nuevas líneas de mercado. Aprovechaban para afinar  el ingenio: “En la puja te falló la puntería”, “Te salió el tiro por la culata con aquel chino”.

La “Caza del becario” estaba en auge y los responsables del negocio buscaban la innovación constante (I+D+i). Pese a todo, había que afianzar el reciente negocio y equipar a los tiradores con munición más letal. El estoque no terminaba cuajar.
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Publicado en septiembre en http://estanochetecuento.com/