Primero
fue la amenaza de cárcel tras besar al sapo. El argumento de que podía ser su
príncipe no le sirvió de nada. El funcionario le advirtió, ensayando una exagerada
cara de asco, que se jugaba la libertad si volvía a tocar esa especie
protegida. “Son las leyes, son las leyes”. Después la imposibilidad de
encontrar perdices; lo más parecido que halló era un sucedáneo deconstruído
envasado en jugo de arándanos. También fue heroico saltar las cercas pinchosas
que partían el monte en trozos, bajo, otra vez, la amenaza de cárcel por invadir
una propiedad privada. Pero esquivó las dificultades (se hizo grande con ellas)
y fue al lugar donde su amado debía esperarla, ya transformado en humano. El
halcón mensajero había entregado unas instrucciones muy claras. Nada podía
fallar. Ella deseaba besarlo sin prisa, con el resplandor de la luna reflejado
en sus ojos. Sin embargo, al llegar, resopló de rabia, colocó los brazos en
jarra y, mirando el firmamento, comprendió que no iba a ser posible: una impenetrable
nube de polución lo encapotaba todo.
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Propuesta de agosto en Esta noche te cuento.
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