Deambulan por el barrio. Es una hora situada entre las diez treinta y las doce de la mañana. Es un martes de
octubre. Un martes, normal, de niños
al colegio, padres y madres al trabajo, anciano sentado en el banco del parque
meditando el porqué de algo que se considera trasnochado. Ejecutan el
vagabundeo de modo preciso: van del mercado municipal a las pistas deportivas,
situadas en la zona norte del barrio, sin fijar una ruta.
— ¿Pasa algo?
—Mi padre, otra vez con lo mismo. Estoy harto.
—Ya… Supongo. Yo estoy igual.
Hablar de lo mismo es hablar de trabajo, estudios, utilidad, normalidad,
esfuerzo, novia, superación, esperanza, futuro. Todo acompañado de una sombra
biológica fijada en el DNI: veintitrés años. Lo “mismo” se remata con la
vergüenza que deberían experimentar al saber que sus madres limpian casas por
diez euros la hora.
Pasan ante un bajo en obras. Un andamio montado en la fachada, dos
instaladores peleando con la climatización. Un cartel anuncia: “Próxima
apertura de supermercado”. Otro avisa: “Se necesitan reponedores y cajeros”.
—Quizá deberíamos… no sé…
—Sí, quizá, pero es que… no sé, la verdad.
—Sí, yo tampoco sé… es complicado, la verdad.
Se adentran en un parque. Varios jubilados los observan con desconfianza,
de arriba abajo. Quizá temen que intenten robarles o pedirles dinero. Están sentados con las
rodillas elevadas y las manos apoyadas en un bastón situado entre ambas
extremidades. Hablan entre ellos sin apenas mover la boca, carraspean.
— ¿Imaginas cómo sería estar ya jubilado?
—No creo que lleguemos a eso.
—Puede.
Abandonan el parque. Dejan atrás los columpios de pintura desconchada,
los árboles sin cuidar, las papeleras sin bolsas de basura.
Cruzan un paso a nivel. Ven un contenedor del que asoman dos piernas.
Alguien ha puesto un palo atravesado para hacer tope y que no se cierre. Las
piernas se agitan en círculos y consiguen retroceder. Tras ellas, aparece un
cuerpo estándar de mediana edad, ropa mugrienta y barba que roza el mentón. El pelo,
grasoso y enmarañado, fusionado en una asquerosa masa marrón, se le ha
enganchado un pegote de inmundicia.
—Oye, ¿te has enterado?
—Sí, algo leí en Facebook. El
día menos pensado, verás…
—El día que pase algo, nadie querrá saber nada.
—Igual ni pasa.
—Pero si pasa, a ver quién lo reconoce.
—Es cierto. Quién sabe, igual sí, pero como pase, verás.
Avanzan dirección norte. Acceden a una calle secundaria del barrio, una
calle corta y estrecha. Varias personas están de pie alrededor de la academia,
fumando, mirando los teléfonos. En ese negocio preparan a los alumnos para el
acceso a formaciones muy diferentes.
—Podríamos informarnos sobre el curso de electricista, igual está bien.
—Puede ser, sí.
—Además es gratuito.
— ¿Sí? Entonces genial.
—Claro, por eso te decía.
Pasan de largo. Su caminar errático les lleva a la principal calle del
barrio. Barrenderos, repartidores, mujeres que pasean a sus mascotas o
estudiantes que corren para no perder el metro, son, a estas horas, los principales transeúntes.
— ¿Tienes un cigarro?
La pregunta se pierde envuelta en la estridencia metálica de un autobús
de línea. Luego, varios conductores tocan el claxon de sus coches y levantan el
puño contra un vehículo parado en doble fila. Se detienen frente a un semáforo
en rojo.
—No he podido cogerle a mi padre.
—Ya, no pasa nada. Yo tampoco.
Cruzan al otro lado de la calle. En el chaflán de una finca hay un bar de toda la vida. Utilizar ése eufemismo
es equivalente a decir, al menos en el barrio, que es un bar de borrachos. No
se pretende otorgar a la descripción un matiz peyorativo, sino informativo. El
bar tiene una ventana que da a la calle. Posee una repisa que hace las veces de
barra. Tienen que esquivar a dos o tres tipos que han sacado taburetes a la
acera. Sus copas, en vaso pequeño y con un hielo, reposan en el saliente de
mármol. Los tipos fuman y hablan a gritos, quizá afectados por el alcohol.
Puede que discutan del partido de fútbol de anoche, de si tal o cual cambio. Si
todo ha seguido la normalidad, a esa
hora deben llevar unas tres copas. Los miran con apatía cuando tratan de
esquivarlos. Si fuesen las chicas del instituto les regalarían un comentario sexual.
Se alejan del local y optan por encaminarse a la cuesta que tienen a su derecha.
—El del pelo largo…
— ¿Con coleta? ¿Que tenía voz de carajillero?
— Exacto. Ése está con la madre de Juanín.
— ¿Ése cabrón le pone así la cara al chaval?
—Sí.
—Pues vaya. Espero que se vaya con su padre, al menos no le pega.
Cuando terminan de subir la cuesta, se detienen un par de minutos. Están
fatigados por el esfuerzo. Se llevan las manos a las caderas y se inclinan
hacia delante. Desde allí ven otra zona de recreo. En su interior, hileras de
palmeras amarillentas, bancos de madera decorados con frases profundas (Tqiero gordo!!! o T echo d mens pitufaL). También está la
biblioteca municipal, el lugar menos transitado de la zona.
—Me estoy meando. Podríamos haber entrado a la biblioteca.
—Ya, te lo iba a decir, pero el tipo de recepción tiene muy mala hostia.
—Eso es verdad.
— ¿Vamos a las canchas de baloncesto?
No lo pactan. Se limitan a dirigirse allí. Por el camino golpean con el
pie latas o botellas de plástico. Se las pasan entre ellos, sin mirarse. Cuando
uno de los dos se cansa, le pega un puntapié y la expulsa fuera de la acera. Un
gato cruza la carretera. Se detiene en mitad de ésta y comienza a lamerse los
testículos.
— ¿Imaginas ser un gato?
—Oye, pues debe ser divertido.
—Sí, seguro que te pasarías el día chupándote las pelotas.
La carcajada retumba en la calle. El eco se acumula en una vivienda
abandonada, con el techo vencido y la puerta a medio tapiar. Un aviso policial
anuncia que existe peligro de derrumbe y prohíbe la entrada.
—El día que pase algo, verás…
—Dudo que pase, la verdad.
Un vendedor ambulante circula muy despacio. Lleva megafonía instalada en
la parte superior de la furgoneta con precinto y bridas. El vehículo parece
rescatado de un barranco, con los faros rotos, un retrovisor descolgado que se
balancea, la chapa abollada y oxidada. El gato se levanta y huye en dirección a
la ruinosa planta baja. Se cuela en su interior por una de las ventanas sin
cristales.
—Oye, ¿y tu abuelo al final qué?
—Ahí va.
—Bueno, es que esa enfermedad es larga, ¿no?
—Sí, eso dicen los médicos
—Y encima no existe medicación, ¿no?
—Nada.
—A esperar que se muera y no sufra demasiado.
—Supongo, sí.
Las pistas deportivas asoman al final de la calle. Lo primero que se vislumbra
son dos canastas recién instaladas. Puede que sean el objeto más nuevo del
barrio, puestas cuando faltan pocos meses para las elecciones municipales
Llegan y buscan una zona con sombra. Se sientan en un banco de piedra,
cerca de un árbol difícil de catalogar. Un abuelito juega con su nieto. Le tira
una pelota de plástico, le ayuda a mantener el equilibrio en su correpasillos. El
sol avanza y ya se posa en sus pies. Se suben al respaldo del banco y descansan
los pies en el asiento. Un rato después, el sol les alcanza por completo. Resisten
unos minutos, cubriendo sus ojos con las manos.
—Creo que nos deberíamos mover.
— Sí, estoy agobiado. Es sol de tormenta. Quema.
— ¿Vamos al mercado y nos paseamos?
—Sí, mejor.
Ambos suspiran. Ninguno se levanta.
Este viernes 6 de febrero, sorteando un gran temporal de nieve y frío, junto con la mejor compañía imaginable, he recogido el segundo premio de relato joven que el Ayuntamiento de Salamanca ha organizado en su 15 edición. Desde aquí, mil gracias por la organización y el premio.
¡Ah! El relato es el de esta entrada, por supuesto.
Estoy necesito inspiración, entonces yo navegué el Internet y encontré tu blog. Leí su artículo, y wow realmente me inspiro en absoluto. Gracias por compartir esta información interesante como
ResponderEliminar