martes, 12 de febrero de 2013

RELATO GANADOR


 COSAS QUE HACER TRAS LA MUERTE
El negocio de los paraguas de papel revolucionó el mercado de los complementos. Mi madre y yo hubiéramos apostado que jamás funcionaría algo de esas características. Por fortuna no lo hicimos; habríamos perdido. Pero cómo suponer que algo tan trivial como que el frío no existe, sino que es ausencia de calor, terminaría golpeando a mi padre de forma tan decisiva. Cenábamos, con la televisión cuchicheando de fondo, cuando se lo comenté. Entonces calló y, creyendo haber realizado el silogismo irrefutable, sin caer en la tremenda falacia cometida, sentenció, “Si no existe el frío, no existe la lluvia, ergo…”. Aunque lo ignoraba, había cimentado las bases de un próspero negocio. O de una próspera locura, quién sabe.
Se puso a trabajar esa misma noche. Transcurrió algo más de una semana aderezada de planos surrealistas y muchas horas de trabajo pero logró finalizar su primer paraguas de papel, el cual poseía unos tintes de papiroflexia que le daban un punto diferente.
El siguiente objetivo era lucirlo por la calle y dar a conocer el producto. Mi madre y yo pensábamos que era el último paso hacia el descalabro final, que la fronteriza soga de la cordura y la locura estaba demasiado tensa y esa misma tarde la rompería. Pero de nuevo pasó algo nos dejó perplejos: en una céntrica calle de Valencia tuvo que subastar el paraguas porque varias personas querían adquirirlo. Se formó un tumulto que podría haber terminado en algo grave. Pero al fin concluyó la subasta y, tras más de media hora de pujas, tal como nos contó mi padre, el beneficio que obtuvo fue considerable. Más considerable si tenemos presente los tiempos en que nos hallamos sumidos y el material que empleó para la construcción del paraguas: papel, de diferentes tipos y marcas, pero papel. Y a partir de este hecho, sin que apenas nos percatásemos, habíamos alquilado un local, contratado personal y luchábamos por la buena salud del negocio como si fuera una parte anexa a nuestro cuerpo. Pasamos, como el que de un día para otro se vuelve loco, de tomarnos a chiste su idea a trabajar por ella como si fuese nuestra.
La meta siguiente fue vender al extranjero. Empezamos exportando a países poco lluviosos temiendo que los consumidores sospecharan que aquel paraguas de papel sería poco efectivo para un día de tormenta. Pero fue inútil que reparásemos en aquello. A los tres meses de exportar el producto, nos empezaron a entrar llamadas de Londres y otras zonas con precipitaciones cuantiosas, que se entremezclaban con otras de países donde no llovía ni una semana al año. La gente parecía empaparse del encanto del aquel extraño híbrido.
La empresa llevaba seis meses creciendo a un ritmo inmejorable. Nuestro local, que todavía no estaba adaptado para venta al por menor, estaba repleto de paraguas de papel apilados por los rincones. El espacio que nos quedaba era el justo para caminar y poder seguir fabricando más artículos. Además, todos los paraguas eran de fabricación artesanal, lo que siempre da un plus al producto. Así, unos trabajábamos el papel, doblándolo y dándole forma, otros eran expertos en cola y montaje de varillas y algunos se encargaban de la decoración exterior. Descartamos el uso de máquinas sin tener un motivo claro. Tampoco hacía falta. Los paraguas de papel parecían no poseer un objetivo claro y se vendían mucho mejor que si lo tuviesen. A veces es mejor no dar explicaciones por todo lo que uno hace o centrarse en la parte menos visible —que no invisible— de las cosas.
Lo que sí ampliamos fue la variedad de paraguas que ofertábamos: teníamos de señora y caballero, de niño y niña, adaptables para carritos de bebé y también de diferentes tamaños: pequeños, para llevar en bolsos o en la guantera del coche; o más grandes y trabajados, para acudir a eventos como bodas o reuniones de trabajo. Tratamos de cubrir toda la demanda que solicitase el mercado. Y si algo no lo teníamos, nos comprometíamos a fabricarlo y rebajar un 10% del producto al cliente.
Viendo le evolución positiva del negocio, decidimos alquilar otro local. Este lo usábamos exclusivamente para la venta al por menor. Con ello conseguimos abaratar el coste de venta al público y satisfacer la creciente demanda de paraguas de papel que se estaba generando. La tienda poseía una decoración acorde con nuestra línea empresarial. Por ejemplo, la teníamos repleta de estanterías vacías, que sorprendían y gustaban a los clientes, de sillas sin asiento, ordenadores que no funcionaban pese a que los usábamos de manera constante para buscar productos en stock, una radio que no emitía sonidos aunque no cesábamos de ponerle cedes, e incluso de una estufa de leña que jamás encendíamos y de la que nos quejábamos que no calentaba un carajo. También gustaba mucho las bolsas sin asas que, además, se rompían al instante de poner el producto. Había quienes compraban exclusivamente estas bolsas porque decía que le eran muy útiles.
Fueron los clientes que poseían estas bolsas los que nos regalaron la idea de ampliar la gama de productos puestos a la venta. Así, empezamos a comercializar bolígrafos sin tinta, teléfonos sin auriculares o gafas sin cristales.
La ética corporativa autoimpuesta era la de satisfacer a todos los clientes. Quiero decir que en todo momento se le informaba al comprador del producto que adquiría, así como de sus principales características. Nadie salía estafado de nuestra tienda, sino satisfecho. La mayoría de clientes repetían. Algo hacíamos bien.
Con el tiempo mi padre tuvo una idea descabellada, pero visto el resultado de su anterior ocurrencia, aceptamos escucharla. La nueva línea empresarial consistiría en ofrecer visitas guiadas por la ciudad sin moverse del sitio donde uno montara al bus. Incluso propuso que compráramos autobuses sin ruedas ni volante, no fuera a dárseles un uso inapropiado. Continuó explicándonos que en el folleto anunciaríamos visitas por El Carmen, La Plaza de la Virgen o Velluters, y por sitios más modernos como La Ciudad de las Ciencias y las Artes o el Circuito de Fórmula 1, aunque lo más novedoso de todo sería, como había comentado, que el autobús no avanzaría ni un metro. Lo tendríamos estacionado en la puerta de la tienda, cobraríamos un precio elevado por persona y les desearíamos una feliz visita.
Ni qué decir tiene lo criticados que fuimos. Las primeras semanas, de hecho, nos vinimos abajo porque pensamos que aquello había sido el mayor despropósito, mayor incluso que el de vender chubasqueros de seda o gorras de cristal, pero fue cuestión de tiempo que la idea calara entre los turistas. Montamos una pequeña agencia de viajes para gestionar nosotros mismos esta nueva parte del negocio y en cosa de dos meses tuvimos que contratar nuevos guías turísticos que no decían ni una palabra y otro par de autobuses que no se desplazaban. El ayuntamiento trató de comprar el negocio pero nos negamos. No se puede vender lo que no se tiene, argumentamos, que no podíamos venderle un guía que sólo dice “hola” y “adiós” ni un bus que no funciona, porque no tendrían con qué pagarnos, buenos días están invitados a darse una vuelta con nosotros, y colgamos, orgullosos de haber cerrado la puerta al Estado.
Lo más sorprendente fue que aquella oferta hizo que mi padre tuviera una ocurrencia, si cabe, más descabellada. Nos comentó, durante la cena, que iba a presentarse a las elecciones. Mi madre y yo no pudimos aguantar una carcajada —esta vez fue imposible contenernos. Yo incluso me preocupé y temí que mi padre padeciera un principio de enfermedad degenerativa. O un final, vete a saber dónde está el principio y el final de algo. Cuando callamos nos contó su pretensión: “Será un partido político sin políticos, como es lógico. Tampoco poseeremos sede ni manifiesto fundacional. Mucho menos una línea de política clara, ¡faltaría más! Sólo haremos una pequeña campaña de publicidad para darnos a conocer y el resto vendrá por sí solo. Empezaremos por las elecciones locales y provinciales; de ahí daremos el salto a la política nacional. Yo calculo que con diez años cumpliendo estas pautas, y siguiéndolas rectamente, las posibilidades de gobernar el país serán bestiales! Es así de simple. Por supuesto, yo seré algo así como el presidente honorífico, pero haré poquísimo dentro del partido, será un cargo simbólico, nada más, ¿qué os parece?” Tratamos de persuadirle con argumentos que se derretían conforme los exponíamos al calor de la realidad. Le dijimos que primero aunáramos fuerzas en el negocio familiar y retomáramos el timón del mismo, algo abandonado los últimos meses. Hasta aquí todo fue bien. Pero luego añadimos, además, que la gente no estaba chiflada, que nadie votaría a ese partido, que la gente desea políticos de verdad, con carisma e ideas… “Sí, algo así como sucede con los paraguas de papel” sentenció. Sólo pudimos darle la razón. “O como aquella vez que gané un concurso literario y de premio recibí un taller de escritura creativa” añadió con ironía, recordándonos lo estúpido que le pareció aquella actitud, “como si a un karateka le regalasen un curso de karate por quedar campeón mundial” apostilló. Poco más podíamos hacer mi madre y yo para persuadirlo en su convicción. Es más: optamos por respaldar su iniciativa.
Pero menuda iniciativa. Para empezar, la funcionaria del Ministerio del Interior nos reconoció. Dijo que utilizaba y hasta regalaba a menudo alguno de nuestros productos, como la lupa opaca o el pegamento deslizante. Luego nos preguntó por nuestra visita al Ministerio y le explicamos el caso. Yo pensaba que reiría hasta caerse de la silla, pero, cuchicheando y mirando alrededor, comentó que le parecía una idea excelente, magnífica, digna de alguien con visión de futuro y que su marido y ella votarían al partido con una ilusión que no recordaba. Después se interesó, mientras rellenábamos el documento oficial de registro, por la situación de la empresa y nuestros productos para la campaña de Navidad. Le dijimos que todo iba genial y que gracias por su interés pero teníamos prisa, adiós. Respondió que ya nos llamarían sus superiores con una cosa u otra.
Desde el Ministerio se pusieron en contacto con nosotros a los tres meses y nos dieron el visto bueno para la andadura del partido político. El funcionario de turno aseguró que le explicó a un superior suyo (¿habrá techo de superiores?) quiénes éramos, pues al principio se tomó a broma nuestra solicitud. Y para sorpresa suya, su superior también adquiría nuestros productos, pero más para sus hijos que para él porque, según le dijo, no disfrutaba demasiado con los patines sin ruedas ni con la bicicleta sin pedales. En fin, le pregunté si ya podíamos darnos a conocer y dijo que sí. Pero antes de colgar me preguntó qué haríamos con la policía y las armas si alguna vez gobernábamos, que si también serían policías que no patrullasen y armas que no disparasen. De inmediato le dije que sí, que por qué quién nos había tomado. Contestó que ya vería si nos votaba y colgó.
Como en los otros retos iniciados, éste también finalizó con un éxito desmesurado. En menos tiempo del previsto inicialmente, nos alzamos con la presidencia del Estado. Por descontado, cumplimos con las promesas electorales de no designar políticos, ni presidente, ni establecer una línea clara de mandato. Lo prometido fue respetado. Lo que sí me dejó algo trastocado fue lo que dijo mi padre mientras cenábamos, cuando le pregunté si alguna vez hubiera imaginado un éxito tan rotundo y si veía futuro a todo lo que llevábamos entre manos.
— ¿Acaso lo dudas? —preguntó sin preguntar, siguiendo su estilo. —El futuro, no lo olvides, pertenece a las ausencias.
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Con este relato gané el III concurso organizado por la Falla Laurí Volpí de Burjassot junto otros organizadores. ¡Mi primer relato ganador! Espero os guste.